El Ultimo Tango en París: un hombre sin nombre ~ UNA VISTA PROPIA

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30 de mayo de 2007

El Ultimo Tango en París: un hombre sin nombre

Con la muerte reciente de Marlon Brando todavía vagando, como un fantasma que arrastra sus pies sobre nuestras cabezas, algunas de las películas que el actor protagonizó resurgen bajo la perspectiva del enigmático drama de un hombre. "He deseado siempre encontrar a una mujer en un apartamento desierto, que no se sabe a quién pertenece, y hacer el amor con ella sin saber quién es, y repetir este encuentro hasta el infinito, siempre sin saber nada", declaró el director, Bernardo Bertolucci.

El último tango en París es la historia de esta personal obsesión, que Brando compartía, y de la común fantasía que supone encontrar un lugar apartado de la vida real, donde establecer una relación puramente sexual, sin apenas palabras, sin ni siquiera cama, con un desconocido. Cuando los protagonistas se hallan juntos, en el apartamento polvoriento de la calle Jules Verne, el tiempo se paraliza, y paralelamente la cámara recorre el espacio con lentitud, recreándose en los detalles, impecable, sobria, elegante. Los juegos de espejos y de sombras contribuyen a la persecución de identidades escurridizas, de posesiones desesperadas, sobre el suelo: Jeanne sentada, reflejada en un espejo roto; Jeanne de pie, junto a la ventana, con los pechos descubiertos. E inmediatamente después, su sombra avanzando hacia el rincón donde Paul toca la armónica. Las sombras de ambos apoyándose contra una pared sucia, de tonos amarillos. El reflejo de los dos, una pintándose los labios, el otro afeitándose. Ella con los brazos cruzados, contrariada, mostrando su pubis nutrido. Él, despeinado, protegido tras su abrigo, mostrándole una rata, que simboliza todo su asco por los valores burgueses.

El último tango en París no se estrenó en España hasta 1978, los distribuidores pensaron que era mejor ni intentarlo con la censura española: pero miles de españoles viajaron a Perpiñán durante 1972 para poder disfrutar de la película más escandalosa del año. El filme también tuvo problemas con la censura en Inglaterra y en Estados Unidos y hasta 1987 no pudo verse en Italia. Especialmente, la escena en que Paul (Marlon Brando) sodomiza a Jeanne (Marie Schneider) con ayuda de la mantequilla causó un gran revuelo. Pero no es menos novedosa, cinematográficamente hablando, que la posterior penetración de Marie a Paul con sus dedos. En cualquier caso, no se trata de escenas efectistas o gratuitas. Como destacó el propio director, Bernardo Bertolucci: "Al principio, Brando es un personaje brutal, agresivo, que va sufriendo lentamente un proceso de desvirilización, hasta llegar a hacerse sodomizar por la chica (...) Brando va precipitándose hacia atrás, hasta su muerte, una muerte que paradójicamente es un nacimiento. Cuando yace muerto en el balcón, su posición es la de un feto". Un apartamento desvencijado ha sido el escenario de una relación de final trágico, tal cual fueron muchas de las de Brando, como la mantenida con Pina Pellicer, actriz que acabó suicidándose tras ser abandonada por él. Paul, al igual que Brando, es un cincuentón que ha viajado mucho, intenta superar el suicidio de su mujer, habla con su suegra, con el amante de la que fue su esposa y, en una de las escenas más impactantes del filme, hasta con el cadáver de ésta, a quien recrimina no haber llegado a conocer nunca: "Dime que no me has mentido, maldita zorra". Jeanne tiene un novio director de cine que se divierte rodando una película sobre ella. Ese personaje, Tom, protagonizado por Jean-Reine Léaud, no es sólo el revés, la alternativa de Paul, sino una parodia del mismo director, según sus palabras, "cuando no sabía aproximarme a las cosas y a la gente más que a través de una cámara". El sistema de dirección de actores utilizado por Bertolucci en esta película fue el contrario que el convencional: en vez de salir fuera de sí mismo para meterse en la piel de un personaje, instaba al actor a que profundizara en sí mismo y todas sus vivencias como hombre se superpusieran a las de su personaje. Marie Schneider, que apenas contaba veinte años, reconoció haber sufrido actuando en las escenas eróticas, bajo la presión de la complicidad entre Bertolucci y Brando, y la severa implacabilidad del director, que la hacía llorar con frecuencia. La contribución de los actores a los personajes fue excepcional en el caso de Marlon Brando, que perdió diez quilos durante el rodaje, y cuya identificación con el protagonista le llevó a improvisar algunas escenas, como la del cuento del lobo y Caperucita Roja, en versión erótica: "¿Y para qué es esto?" "¿Es para que tus ladillas puedan esconderse mejor?", o sin ir más lejos, la célebre y anatemizada sodomización con la mantequilla. Pero también algunos de los mejores momentos sentimentales, como cuando explica a Jeanne su dura infancia en Nebraska, hablándole de una madre borracha y de los malos tratos de su padre, que evocan con crudeza, sin tapujos, a los propios padres de Brando.

Paul plantea desde el principio su relación con Jeanne desde una dimensión erótica pura, rechazando cualquier posibilidad de conocimiento, de sentimiento gratuito, de profundización del uno en el otro. Entre ellos, el único lenguaje posible va a ser el del sexo. No sabrán sus nombres, ni como pretende Jeanne al principio, se reinventarán otros: "¡Un nombre! ¡Dios! ¡No! Durante toda mi vida me han puesto un millón de nombres y no deseo ninguno de ellos. Prefiero más un gruñido o un mugido". Cuando la conoce, él se acerca por detrás, sigilosamente. La coge entre sus brazos, la arrambla contra una ventana y ambos hacen el amor con intensidad hasta que, agotados, sus cuerpos se abandonan, con desidia, por la habitación. En su siguiente encuentro, él la espera sentado en un colchón que ha depositado sobre el suelo. Se abrazan, desnudos. Ríen con la posibilidad de poder llegar al orgasmo sin tocarse. Más tarde, ella se masturba sobre la cama, acariciando las paredes, mientras él llora en la habitación contigua. Cuando Paul descubre a Jeanne rebuscando en sus bolsillos, le advierte: "Si investigas a fondo me descubrirás detrás de mi bragueta". Pero las palabras, junto a los sentimientos, se irán imponiendo. En todo momento, el discurso (porque si las imágenes son importantes, los diálogos, que contaron con la impagable colaboración de Agnès Varda, no lo son menos, y pasado el tiempo, siguen dotando de carácter heterodoxo a la película) arremete contra la familia, como institución burguesa, y en este sentido, la sodomización no tendría el mismo sentido si no viniera acompañada de las palabras de Paul: "Quiero que repitas mis palabras. Santa Familia, templo de los buenos ciudadanos, los niños son torturados hasta que confiesan su primera mentira, donde la voluntad se quiebra bajo la represión, donde la libertad es asesinada por el egoísmo, familia, dais asco. Me cago en todos vosotros, familia".

En el apartamento, ese reducto fuera del mundo, Jeanne se siente "como una niña". Ha entrado en una dimensión mágica, por la que sacrificaría la realidad. Pero no hay nada más insoportable que una magia destinada a convertirse en la más cruda y miserable realidad. Frente a la traición a un ideal, la posibilidad de casarse con su novio y llevar una vida cómoda y burguesa resulta menos terrible. La relación con Tom, pese a ser mucho más superficial, implica otro juego, el juego "a ser adultos": residir con pleno derecho en un mundo burgués, con sus convencionalismos y falsedades, pero con la conciencia de todo lo que ello significa. Jeanne ha decidido en un principio rechazar este mundo, tras las lecciones de Paul, y así, cuando se está probando su vestido de novia, huye para refugiarse de nuevo en sus brazos: él le da un baño y luego la insta a penetrarlo. Pero todo cambia cuando Paul sale del apartamento, vence los infiernos interiores que lo acosaban, evocados por los cuadros de Francis Bacon que aparecen al iniciarse la película, y propone a Jeanne trasladar su relación al plano real. Le explica quién es, qué desea, lo poco que puede brindarle: "vivir con ella en su hotel de poca muerte". Cuando descubre el verdadero nombre de Paul, el nombre de la cama que le ofrece, Jeanne se sobrecoge. Su visita al fantasmagórico local de tangos, donde bailan sin regla ni concierto, y acaban arrastrándose por el suelo, mientras las demás parejas siguen como momias, como autómatas, los rítmicos pasos de la música, es una última metáfora del profundo sentido transgresor de su experiencia erótica. Ahora es Paul quien necesita "saber su nombre". ¡Cuánto hay en este Paul decadente, ebrio, desesperado, del último Brando, irascible, misántropo, amargado! Cuando Paul quiere volver a empezar, empezar a poseer, implacable, poseer fatalmente para destruir, Jeanne ha decidido poner punto final a su relación.

Jeanne aprieta el gatillo una y otra vez. "No sé su nombre" y "quería violarme", son dos de los argumentos que balbucea para justificar su airada reacción. La primera es falsa: ha matado a Paul precisamente porque ha descubierto su nombre y se ha sentido amenazada. La segunda es totalmente cierta, pese a lo paradójica. Si al principio Jeanne le decía a su novio que buscara "a otra" para su película, recriminándole su actitud con ella: "porque te aprovechas de mí. Porque me fuerzas a hacer cosas que nunca he hecho. Porque absorbes mi tiempo. Y me obligas a hacer lo que sea. Todo lo que tú quieres... Estoy harta de que me violen", es la violación, curiosamente, la misma acusación con que justifica el asesinato de Paul. Porque lo que resulta verdaderamente agresivo para Jeanne no es la escena sodomítica, censurada tanto por conservadores como feministas, al fin y al cabo fase de un proceso, más o menos doloroso, de toma de conciencia, de aprendizaje para los dos (ambas escenas, la que tiene a Paul como elemento activo y la que la tiene como pasivo), sino la intromisión imperdonable de Paul en su realidad, como una encarnación del fantasma de su padre, hostigándola para que viva con él una existencia que ella no ha elegido. El amor es la fuerza más auténtica que hay, por lo tanto la más reaccionaria. Y el sexo es la menos ilusoria, la menos irreductible, para los hombres y mujeres que no quieren tener nombre. Acaso ésta es una de las amorales moralejas, si se puede deducir alguna, de El último tango en París, donde Paul-Brando decide finalmente apostar por su nombre aún a costa de su propia vida, quizá porque sólo con este acto asume con todas sus consecuencias, llevando hasta el límite, su verdadera identidad.

Silvia Rins- Revista de Cine: "Versión Original"
http://rebross.com/resswork30/PANEL/P201/P2010.HTML

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